Cuentos de cuarentena –3–

Corrimos. No había nadie en la calle y el hospital estaba lejos. Nadie quería auxiliarnos mientras que, con mascarillas y guantes, transpirábamos y los recuerdos de desgracias llegaban a nuestra mente. En un intervalo, quedé solo y sentí otra vez miedo, un miedo superior a la COVID-19, un miedo que ya conocía, un miedo rutinario, un miedo mío y nuestro, el miedo a morir de una enfermedad conocida, el miedo a la muerte regular antes de la cuarentena.

El hospital es un barullo de desdichas, es un antro de locura. La gente pierde la dignidad desde que ingresa y no la recupera sino muchos meses después de salir, si logra salir, de este infierno lleno de médicos, enfermeras, camilleros y vendedores de esperanzas disfrazados de cigarrillos, caramelos de coco y aguas aromáticas.

Es imposible no llorar. La gente está en los pisos sucios y contaminados. No respetan a nadie. Y yo aún no puedo llegar al tercer piso. La seguridad espera que le entregue algo que no logro descifrar qué es. Me miran con extrañeza, con ojos agresivos, marcados sobre sus mascarillas, se mueven para verme mejor, no entiendo su deseo y opto por lo básico: les doy dinero, al mismo instante que les pregunto por dónde llego al tercer piso.

Salgo del hospital. No sé cómo bajé tres pisos sin darme cuenta. Llego a la calle, compro una esperanza llamada cigarrillo. Me retiro poco a poco y me voy quitando la mascarilla y los guantes de látex. Ya sé que aquí uno se muere de vainas conocidas, no puede existir un virus peor que el que he tenido toda la vida.

CARLOS ALBERTO RODRÍGUEZ BELTRÁN
–Venezuela–